miércoles, 26 de diciembre de 2012

MARÍA LA PUÑALES


                                                                 
Era un martes 5 de agosto de 1969 - el mismo día en que 40.000 personas se congregaban en Woodstock buscando paz y música- cuando el juez dictó sentencia contra María Rivas de Dios, más conocida como María la Puñales, la gitana más sanguinaria, cruel y vengativa que nunca nadie recordara.

María fue la hija número doce de Antonia y de Manuel. Gitanos chabolistas del barrio de la Ventilla. Eran, como lo fueron antes sus padres y sus abuelos, ropavejeros y con el tiempo se acabarían dedicando a la chatarra. Oficio decente y digno, como ellos, que eran pobres pero con unos principios que nunca nadie, ni siquiera su última y díscola hija, consiguieron hacer tambalear.
María fue la última de sus hijos, todos ellos feos, renegríos y canijos, como sus padres.
Ella, sin embargo nació mucho más blanca que sus hermanos, y cuando abrió los ojos, descubrieron que los tenía asombrosamente claros. Eso a Manuel no le gustó nada, ponía la mano en el fuego por su mujer, más que nada porque no habría hombre en la faz de la tierra que quisiera acostarse con ella, payo o gitano. Pero que la niña saliese tan guapa y tan fina daba qué pensar.



Antonia, la madre, se inquietaba cada vez que arrimaba a su hija a la teta y ésta le mantenía la mirada como si fuese un adulto. Siempre supo que acabaría mal, que no era como los otros. Tal vez por eso la quiso mucho más.

Sus hijos se criaron entre la miseria. Todo el invierno con unos mocos verdes que les llegaban a la barbilla, y en verano con unas cagaleras que les dejaban agotados y en los huesos.
De los doce vivían nueve. Dos nacieron prematuros y murieron a las pocas semanas y el tercero se ahogó en un balde de agua con ropa a medio lavar, cuando apenas comenzaba a caminar.
Pero a Antonia le dolía cada hijo como si hubiesen sido los únicos. No había día que no se levantase con el recuerdo de los hijos muertos, ni con la preocupación de la pequeña, que crecía sana y guapa. Flaca, eso sí, pero en aquellos tiempos de carestía y pan negro, el estar sobradito en carnes era señal de prosperidad y de eso no había en este país, mucho menos en el barrio de la Ventilla.
En cuanto empezó a caminar, María no se separaba de las faldas de su madre. Era una niña callada y taciturna, que miraba con esos ojos tan grandes y tan verdes que parecían  traspasar las cosas y a las personas. Comenzó a hablar muy tarde, pero no dijo ni papá ni mamá como el resto de los niños. Estaba sentada en una silla, muy tiesa, mirando como su madre pelaba patatas, miró por la ventana  abierta y  dijo : "Va a llover". Antonia  pegó un respingo, miró al cielo del mes de julio y confirmó que no había ni una nube. Le contestó a su hija que no, que no iba a llover, que no le dolían los huesos, y siguió pelando patatas. Esa noche se desató una tormenta bíblica, cayó agua como nunca nadie recordaba y se colaba por cada uno de los resquicios de la chabola sin remedio. Mientras Antonia intentaba poner cubos y barreños por toda la casa, le contaba a su marido lo que había dicho la niña, pero éste no la hizo mucho caso, porque su mujer andaba ya con los desarreglos de las mujeres y desvariaba muy a menudo.
María fue creciendo entre charcos y basura. Defendiéndose, como las demás niñas, de los sobeteos de primos y vecinos; la diferencia era que ella arreaba unos mordiscos bestiales, y en una ocasión dejó a un primo al borde del síncope, por lo que decidieron dejarla por imposible.
Era una líder. Con las otras niñas jugaba siempre a las reinas : ella era la reina y las otras la tenían  que peinar.  No solía pelearse, pero en las pocas ocasiones en las que llegó a las manos, siempre con niñas mayores que ella, las otras salieron muy mal paradas. Así que casi todas la evitaban y solía estar sola, lo que a ella no le importaba mucho, o por lo menos eso es lo que parecía.

Siendo María ya una mocita, aparecieron por el barrio los dos sobrinos de Charo la Sevillana. Eran mellizos pero no se parecían. Matías era muy pequeñito, muy flaco, con la cara picada de viruelas. Arrastraba un poco una pierna al andar, secuela de una enfermedad infantil mal curada, pero que no le impedía bailar en los tablaos. Su hermano, Felipe, en cambio era bastante más alto que él, delgado pero proporcionado y muy guapo. Cuando aparecieron por el barrio, ante el asombro de vecinas, ladridos de perros y bufidos de gatos, María no pudo evitar enamorarse de aquel gitano con culito torero, cara de ángel y pinta de chuloputas.
Como era de esperar, la llegada de los sevillanos dio pie a toda una serie de rumores y bulos. Se decía que venían huyendo de un capitán general al que Felipe había convertido en el cornudo más grande jamás conocido en la segunda región militar. También se comentaba que no sólo se hacía a las mujeres de mandos militares, empresarios y nobles, sino que no le hacía ascos a obispos o monseñores. El caso es que nunca se supo la verdad, pero lo que sí era cierto es que Felipe tenía un algo que atraía a cuarentonas acaudaladas, a sus hijas y -también- a algún que otro marido o cuñado con pluma. Eso, Felipe lo explotaba y lo alternaba con el baile en tablaos, tabernas y fiestas privadas.
Con la llegada de Felipe al barrio el corazón de María empezó a latir. Hasta entonces había estado en un estado de semiinconsciencia, que el gitano había, sin quererlo, y muy a su pesar, despertado. Pero no le pasó solamente a ella. Casi todas la mujeres, solteras o casadas, viejas o jóvenes, suspiraban cuando Felipe pasaba por la calle, siempre con prisa, pisando fuerte con sus botines de charol y los pantalones ajustados, que nadie entendía como no le detenía la Guardia Civil, con ese contoneo y esa provocación.

Matías y Felipe andaban por las noches ofreciéndose  en tabernas y tugurios de la Cava Baja y muy pronto estaban trabajando en varios locales y fiestas privadas. Así que en un par de meses dejaron la casa de su tía y se fueron a una pensión del centro.
María se las arregló para enterarse de donde vivían y una tarde  se acercó a la puerta de la pensión y esperó toda la noche. Hasta que, ya de día, vio como llegaba Matías. Éste, muy extrañado la miró de arriba abajo y le dijo que se estaba equivocando, que allí no pintaba nada y que se fuera a su casa que era muy joven y muy guapa para estar como puta por rastrojo detrás de su hermano, que a éste sólo le interesaban las mujeres que le pudiesen pagar los vicios, que eran muchos.
En vez de volver a su casa a llorar, María se quedo de cuclillas en la puerta de la pensión. Ya hacía sol y entraría en calor, por lo que no merecía la pena volverse. A eso del mediodía apareció taconeando Felipe, más guapo que nunca y sin rastro de no haber dormido.
Cuando vio a María dio un largo silbido y le preguntó que si había pasado allí toda la noche. Ella asintió. Felipe le hizo un gesto con la barbilla y subieron los dos al cuarto.
Mientras subían, él iba pensando cómo decirle a aquella chiquilla que se fuese a su casa y le dejase en paz. Comenzó por explicarle, con todo el tacto del que era capaz, que no le interesaba lo más mínimo tener problemas con los otros gitanos, que sabía cómo se las gastaban en cuestiones de honor, que no quería "desgraciarla". Al oír eso María saltó como una fiera y le espetó que ya era bastante desgracia tener que ver pasar su vida entre basura, niños sucios, ratas, hedor en verano y charcos helados en invierno; tener que defenderse a mordiscos de los hombres que intentaban tumbarla en cualquier descampado; de ver pasar su vida con la única opción de casarse con un hombre tonto que la cargase de hijos;  de haber aprendido a leer -ella sola- escuchando a escondidas las clases que el padre Miguel -el cura salesiano- le daba a los chicos en un barracón que habían construido los seminaristas; de saber  hacer cuentas, sumas y restas, mentalmente para que a su padre y a sus hermanos, que eran medio tontos, no les engañasen con el dinero ... Felipe no entendió nada, porque todo aquello le sobrepasaba, era demasiada información  la que tenía que procesar y no había dormido nada todavía. Así que la tumbó en la cama y empezó a desvestirla.
Mientras tanto, en la chabola de los Rivas, todo eran nervios, idas y venidas, gritos y llantos.
La niña no había dormido en casa y la andaban buscando por barrancos y descampados. Sus hermanos y primos preguntaban, pero nadie la había visto. El padre estaba convencido de que algún payo malnacido se la había llevado, que era muy linda su niña y él sabía que algo así tendría que pasar algún día.
Antonia no decía nada, estrujaba el pañuelo, empapado de lágrimas, convencida de que la niña se había ido por su cuenta y riesgo, no tenía ni idea ni del porqué ni de con quién, pero estaba segura de que nadie se la había llevado.

A las nueve de la noche Felipe ya estaba absolutamente convencido de que se había enamorado perdidamente de la chiquilla que había dejado durmiendo en su cama.
Debajo de los harapos de gitana descubrió un cuerpo increíblemente bello, joven y limpio.
María se entregó a Felipe con una pasión sincera, sin estruendos ni teatros. Pero si no hubiese sangrado, cualquiera hubiese pensado que tenía gran experiencia en eso del amor.
Él nunca había estado con una mujer joven. Le había desvirgado la panadera de su barrio cuando tenía quince años, y se enamoró como ahora, porque por primera vez en su vida alguien le abrazó. Aunque tuvo que salir escopetado de Triana, porque el panadero le quería matar, siempre la recordaba. Y siempre se imaginaba que estaba con aquella mujer, veinte años mayor que él, cuando tenía que satisfacer a las otras.
Con María no sólo se sintió amado, sino que descubrió la belleza. Porque María era una mujer bellísima, con un cuerpo que de haber nacido veinte años más tarde podría haber sido una modelo importante. Era delgada, pero con formas, el pelo castaño muy largo y muy brillante. Y lo más espectacular eran esos ojos como luces, verdes, de ese verde que te quiero verde, verde viento, verdes ramas, que presagiaban sangre y sufrimiento.
Pero a principios de los sesenta, en España, gustaban fondonas y ordinarias como Sara Montiel.

Al día siguiente buscaron una habitación para ellos solos y Felipe le dio un rollito de billetes para que se comprase ropa bonita mientras él hacía unas gestiones.
A ella aquel dinero le pareció una fortuna y lo apretó con fuerza en una mano, que los gitanos tenían fama de ladrones, pero ella no se fiaba un pelo de los payos.
Echó a andar hasta la calle del Carmen, que sabía que por allí había una tienda muy grande que tenía de todo, de la que todo el mundo hablaba.
Pensó que no la iban a dejar entrar, pero había muchas puertas y nadie se lo impidió
Miró y miró y se dio cuenta de que no era tanto el dinero que llevaba, porque todo era carísimo. Nunca había comprado ropa, bueno, la verdad es que nunca había comprado nada, alguna vez algo de comida en el colmao de la señora Juana, que  lo apuntaba en un cuaderno mugriento,  y su madre de vez en cuando iba a ponerse al día.
Las dependientas, todas señoras mayores, hacían como que no la veían, pero la observaban de reojo.
De repente, cuando ya estaba a punto de marcharse oyó una voz juvenil a sus espaldas que le preguntaba si podía ayudarla. Se giró y vio a una chica de su edad que la sonreía. No pudo evitar sonreír diciendo que le parecía que se había equivocado de sitio. La joven la pidió que la siguiera y le enseñó unos trajes de chaqueta “divinos” y a un precio “increíble” que estaba segura que le sentarían como un guante. María abrió la mano y le enseñó su pequeña fortuna arrugada y ella le dijo que algo se podría hacer.
Cuando salió del probador la dependienta abrió los ojos como platos y se maravilló de cómo le sentaba el traje, que mira que se lo habían probado señoras, pero que vamos, ni por asomo… Así que se animó y le buscó unos zapatos a juego y un bolso que parecía de piel, le metió la “ropa esa que parece de gitana” en una bolsa (nunca habría pensado que aquella chica tan rara lo fuese, porque su idea era de que los gitanos eran muy feos y muy morenos).  Y María salió del Corte Inglés hecha una estrella de cine.
De camino a la pensión se perdió. La navaja que siempre llevaba en la liga le molestaba con aquella falda ajustada, no sabía andar con zapatos, siempre había llevado alpargatas, y aquellos taconazos la hacían perder el equilibrio. Además iba distraída porque los hombres la miraban y algunos incluso la decían cosas y la silbaban. Al principio le daba risa, pero al rato le empezó a cansar, incluso a ser una molestia.

Cuando estaba llegando se encontró con los dos hermanos que fueron dando palmas y gritando “olé mi arma la niña bonita” hasta “Casa Aurora” la pensión que era su hogar.

A los tres días aparecieron el padre y los hermanos de María. Felipe palideció y solamente fue capaz de balbucear que se quería casar con ella.
María en cambió, hecha una furia, les gritó que no se metiesen en su vida, que haría lo que le viniese en gana porque no pertenecía a nadie, y que sólo volvería al poblado muerta. Su padre, con lágrimas en los ojos, le dijo que pensara en su madre. Pero ni por esas pudieron convencerla. Su hermano mayor intentó llevársela por la fuerza, pero el padre le dijo que lo dejara, que no merecía la pena. Y se fueron cabizbajos, menos el Paco, que le sangraba una mano del mordisco de María y se marchó con ganas de calzarla un par de hostias.

Antonia no se extrañó de lo que le relató su hijo mayor. Intuía algo parecido, pero le dolió que su hijo hablase de su hermana como la “señoritinga”.  Cuando su marido la gritó que él sólo tenía tres hijas : La Toñi, Ana María y Juanita, y que las tres estaban casadas y bien casadas,  Antonia no pudo reprimir un suspiro y decirle a Manuel que aunque a su hija se la llevase el mismo demonio no dejaría de ser suya, ni siquiera después de muerta. Fue la primera y última vez que replicó a su marido, porque después de aquello no volvió a abrir la boca, salvo el día que su hija apareció llamando a su puerta, desesperada y a punto de abortar.

María y Felipe vivieron unos meses de amor intenso. Eran felices y no tenían preocupaciones. Ella le acompañaba a los saraos vestida de flamenca, lo que provocaba muchos malentendidos entre los señoritos que la tomaban por puta, como el resto de las muchachas del grupo. Y también muchas envidias entre las otras chicas, que sentían muchos celos porque se había llevado a Felipe, y éste ya no tenía ojos para nadie más.
Como andaba ciego de amor, no volvió a prestar sus servicios a las señoras. Así que entre pagar a María, porque le había mentido diciéndole que la había contratado el dueño del local, y el resto de los gastos, a duras penas llegaba a fin de mes.
Empezó a asistir con más asiduidad a las timbas de naipes que se montaban de madrugada en el almacén del tablao. Pero ganaba muy pocas veces y las deudas se le acumulaban.
Le debía dinero a todo el mundo y se empezó a agobiar. Así que decidió hacer trampas.
Al principio parecía que la cosa iba bastante bien. Procuraba ser prudente para que no le delatase la buena suerte repentina. Pero una noche, subestimando a tres tipos que parecía que eran “señoritos”, pero que sabían mucho más de lo que daban a entender, apostó y ganó muchísimo dinero y le pillaron con las cartas marcadas.
Felipe llegó a la pensión a duras penas. María, asustada, al intentar desnudarle para meterle en la cama descubrió que llevaba el cuerpo cosido a navajazos, empapado en sangre y con la cara amoratada de los golpes.
Llamó a Matías, que asustado, no supo qué hacer. Le lavaron, intentaron llamar a un médico y Felipe, con un hilo de voz, no les dejó.
A las dos horas fallecía desangrado.
María no gritó, no lloró, no se desesperó. Solamente le preguntó a su cuñado que con quién había jugado Felipe aquella noche. Matías se lo dijo, pero le aconsejó que no hiciese ninguna locura, y menos en su estado.
Porque María acababa de enterarse de que se había quedado embarazada. Para ella fue un fastidio al principio. Pero cuando Felipe, radiante, se lo contó a su hermano, y los dos empezaron a dar saltos de alegría como chiquillos, ella empezó a plantearse que quizás aquello no sería tan malo como ella creía.
Incluso en los últimos días se paraba en las farmacias y veía la fotografía del bebé de la papilla con la baba colgando y sentía algo parecido a la emoción.
Pero un crío en la barriga no iba a ser un obstáculo para la venganza.
Los tres jugadores con los que Felipe había tenido la mala suerte de cruzarse tenían muchas tablas. Se conocían entre ellos sólo de verse en alguna timba y no solían coincidir, por lo que a María le costó mucho dar con ellos.
Pero lo consiguió.
Con malas artes, haciéndose la facilona y dejándose sobar, consiguió información suficiente para localizarlos.
El primero era un tal José Luis, trabajaba en una notaría de la calle Lombía, como chupatintas. Era bajito y rechoncho, su mujer y sus tres hijos malvivían en un piso interior de Cuatro Caminos, de lo que ella sacaba haciendo horas, porque el padre y marido, solamente aparecía por el domicilio conyugal para dormir la mona o cuando no tenía un duro.
Le esperó toda una noche agazapada entre los cubos de basura de la trasera de “Chicote”. Como un gato le siguió en silencio, y cuando vio que no había nadie y que andaba distraído andando con pasos irregulares por el alcohol, se abalanzó sobre su espalda. El primer navajazo se lo dio en el cuello, por detrás, con una eficacia de matarife, que dejó al tal José Luis bizco, mudo y sin resuello. Ya en el suelo, con los ojos como platos solo acertó a farfullar “hija de puta”, mientras María se entretenía en meterle una y otra vez la navaja por todo el cuerpo, girándola para provocar mayores destrozos.
A los tres días consiguió dar con el segundo : un funcionario de los juzgados de la Plaza de Castilla, viejo y fondón, así que tampoco le fue muy complicado coserle a puñaladas, porque también le pilló desprevenido y un poco borracho.
El tercero, en cambio, fue más complicado. Era un alférez provisional, solterón, que trabajaba poco y jugaba mucho. Era muy alto y delgado y con ese bigotito de los que habían ganado la guerra, que a María tanto le repugnaba. Se llama Aurelio y tenía tanto vicio con las cartas como con las mujeres.
María estaba muy segura de sí misma porque a los otros se los había cargado casi si esfuerzo y con éste se relajó más de la cuenta.
Aurelio se dio cuenta de que alguien le seguía. Era muy desconfiado y nunca bajaba la guardia. Así que cuando María se abalanzó a su espalda él la estaba esperando, se giró y, aunque dudó una milésima de segundo al ver a una mujer, la agarró del pelo. Ella se revolvió y consiguió rajarle la cara. Él la soltó para tocarse y a ella le dio tiempo a clavarle la navaja varias veces en el abdomen. Pero Aurelio, antes de perder el conocimiento,  consiguió agarrarla por una pierna y darle golpes por todo el cuerpo. Estaba delgado pero metía unas hostias como panes y le hizo mucho daño. María, loca de ira, le apuñaló con furia, incluso después de que ya hubiese muerto.
De vuelta a la pensión, sucia, con el labio partido y la boca con sabor a sangre, se encontró con Matías. No dijo nada, le puso su chaqueta por los hombros y la acompañó.
Mientras María se lavaba en una aljofaina, su cuñado intentó explicarla que debería plantearse un cambio de vida, que ahora llevaba al hijo de Felipe y que tenía que tomarse las cosas con calma, que necesitaba que alguien cuidase de ella, que él había pensado … que, no se lo tomase como algo malo, pero que él quería hacerse cargo de los dos, que podían ir a Sevilla e intentar vivir como un matrimonio, que siempre la había querido, que por favor que no se enfadase, pero que quería cuidar de ella para siempre…
Como María no decía nada se giró y contempló el miedo y la angustia en la cara de ella, que le dijo :”Matías, por Dios llévame con mi madre”.
No entendía nada, pero así lo hizo. Se subieron en un taxi que se negó a dejarles en La Ventilla, por lo que tuvieron que hacer un buen trecho a pie. Al llegar a la chabola donde vivían los Rivas, María llevaba las alpargatas empapadas en sangre.
Cuando su madre abrió la puerta, María se echó a sus brazos llorando como una niña, llamándola “mamaíta”.
La acostaron y ella lloró y lloró. Vinieron vecinas y hermanas y ella seguía llorando como no lo había hecho en toda su vida.
Lloró por su hijo que se le iba, por su Felipe, por Matías que siempre la había querido y le habían hecho sufrir con su felicidad. Por su padre, consumido, que sólo sabía contar en reales, y con esa tos que le ahogaba. Por sus hermanos y hermanas abocados a la pobreza, para siempre, por generaciones. Y lloró por su madre, su lucha estéril contra la mugre, siempre limpiando, baldeando los suelos, cocinando el puchero diario, siempre triste por sus hijos muertos y  por  su Toñi que se había casado con un feriante y no la veían casi nunca,.Por lo que ella la había hecho sufrir, porque la quería muchísimo … Y lloró por ella misma, porque había nacido en un lugar equivocado, donde ningún niño debía nacer nunca, sin oportunidades, sin futuro, sin nada …Lloró lo que quedaba de noche y lloró mucho más, con más fuerza, de madrugada cuando su hijo definitivamente hubo dejado de ser siquiera un proyecto.
Mientras ella se deshacía en lágrimas su padre, en la puerta, sentado en su sillita de anea, fumaba y fumaba ese tabaco áspero de liar que le encogía los pulmones y no dejaba de maldecir a la Charo y a su sobrinos, maldita la hora que aparecieron. Ese Matías contrahecho y cojo… Y lo que no podía entender es cómo su hija se había podido ni siquiera fijar en el maricón, porque siempre había pensado que Felipe era marica, con esa forma de andar y ese culo apretado y la cara de niña … Porque parecía una niña y no entendía los  suspiros de las mujeres, porque un hombre debía ser peludo y feo, un hombre, a fin de cuentas.

María pasó tres días con mucha fiebre, delirando, pidiendo perdón a su madre y llorando sin parar. A ésta se le partía el corazón por el sufrimiento de su hija pequeña y sólo se apartó de su cama para matar a la única gallina, anémica, que quedaba en el corral para hacerle caldos, que eso era lo que su niña necesitaba, caldo.

Mientras, la policía armada y la guardia civil intentaban poner luz a los tres crímenes sucedidos en tan poco tiempo y con las mismas características.
No tardaron mucho en sospechar de la gitana que se amancebaba con el bailaor asesinado, y, a las pocas semanas dieron con ella.
En un despliegue sin precedentes, con todo el barrio de la Ventilla tomado por la guardia civil, María Rivas de Dios fue detenida y conducida, esposada, al furgón que le esperaba a la salida del camino sin asfaltar que era su calle.
Se habían dado órdenes muy precisas para que aquello no trascendiese y no hacer de María, la contrapartida femenina de “El Lute”. Bastantes quebraderos de cabeza les estaba dando el quinqui, para subir a los altares, ahora, a una gitana.
En un principio se pensó que la juzgase el Tribunal de Orden Público, ya que eran tres crímenes perpetrados con crueldad “inimaginable en una mujer”, además, uno de los asesinados era alférez provisional, un héroe de guerra de los pocos que habían sobrevivido a la contienda (“alférez de complemento, cadáver al momento”). Pero de las más altas, qué digo altas, altísimas instancias, se dio orden de que aquello fuese lo más rápido posible y a ser posible sin publicidad. Que ya habían metido mucho la pata con la sesión de fotos de la detención de “El Lute” con el brazo en cabestrillo convirtiéndole en un héroe. Ahora no, lo que les faltaba ahora  era otra heroína de bajos fondos.
Aunque muchos periódicos de sucesos dieron mucho pábulo a la detención de María, y, a pesar del revuelo inicial, parece que pronto se olvidó su causa y nadie recuerda, después de tantos años, el caso.

El juicio fue rápido, cosa muy impropia del país. Se dictó sentencia en el mes de agosto, ya que hubo muchísimas  presiones para dar carpetazo lo antes posible, y sobre todo en verano, cuando el país andaba paralizado por la canícula, la costa del sol y las suecas. El juez andaba cabreadísimo porque le habían jodido la mitad de las vacaciones en Estepona, pero, por otro lado se alegraba de que le hubiese caído aquel caso porque hizo que hubiese un antes y un después en su carrera de juez : después de aquello acabó dando la razón a su esposa Olga Gustaffson de que éste, era un país de mierda.
Pero esa es otra historia.

2 comentarios:

  1. uauuuuuuu, que interesante, he estado pegada a la panchalla con la boca seca hasta terminar de leerlo.Impresionante de veras.Leere mas,mucho mas.Besitos

    ResponderEliminar
  2. La historia es magnífica y engancha. Pero lo más brillante es la sencillez de la prosa. No es nada fácil escribir así. Enhorabuena.

    ResponderEliminar